domingo, 26 de abril de 2015

Pajaritos en la cabeza


La luz  se puso azul y baña todo de reflejos dorados, el perfume, las flores, los pájaros revoloteando de un lado a otro buscando donde anidar.  Llegó la primavera y todo alrededor está vestido de fiesta, también mi calle como pueden ver en esta foto
Salíamos contentas de una clase exitosa cuando una de mis compañeras me dejó una hoja en la mano y salió corriendo. –Podés publicarlo en tu blog – me gritó ya desde la esquina –  ¡tiene que ver con la primavera! 

Pajaritos en la cabeza 

Pajaritos en la cabeza tiene esta chica, decía mi mamá cada vez que me pedía hacer un mandado y yo, distraída, ni la escuchaba. Las alas de esos pajaritos son las que me hacen volar más allá de los
límites del mostrador frente al que trabajo durante ocho horas día tras día. Mientras una parte de mí se convierte en un engranaje más de esta cinta de consumo en la que finaliza el supermercado– pasar el producto por el lector de códigos, marcar en la caja, cobrar, entregar el recibo –  yo me alejo y revoloteo de sensación a asociación, de asociación a pensamiento y todo lo que me rodea se pone al servicio de mi secreta libertad.
Las bananas, por ejemplo. Sólo verlas y ya escucho a Vinicius de Moraes susurrándome su canción al oído mientras camino balanceándome por la playa de Ipanema. O el olor de los productos lácteos, que  me hace soñar con los bebés que alguna vez me nacerán y a los que ya voy acunando con un arrorró, mientras entrego el vuelto.   Las cebollas son las más pícaras. Cuando un cliente coloca una bolsita con cebollas sobre el mostrador, flota en el aire ese húmedo olor a soledad que siempre tienen en el supermercado. Pero cuando lleguen a la cocina y una mano amante las libere de sus vestidos, se pondrán de buen humor y serán capaces de alegrar a  cualquier ensalada aburrida.
También los clientes disparan mi imaginación. Al altanero marido de la señora que huele a perfume caro, ésa que ni intenta  disimular la acidez de su carácter, lo uní en un romance apasionado con la apagada clienta que huele a lejía, a la que nunca le alcanza el dinero para pagar todo lo que carga en su carrito. A los niños que berrean y patalean  para que les compren golosinas, los siento delicadamente sobre un barrilete y los remonto lo más alto que puedo hacia el retazo de cielo que atisba desde las vidrieras.   Y está el muchacho que apareció hace unos días por aquí. Mientras pasaba su compra por la caja - pan, leche, queso para untar- levanté la vista para comprobar si venía de él ese olor a arena salada, que me hacía sentir sobre la piel el calor del sol. No me quedaron dudas, ya que en sus ojos de canela aún se reflejaban los rastros de violetas y naranjas, que el sol deja en las nubes cuando se despide de ellas sobre el mar. Le entregué su recibo y cuando se fue me invadió la tristeza por no haber podido irme con él.  

La tristeza aparece muy seguido por el supermercado. Es la primer clienta del día, cuando llega escoltando a los ancianos que vienen a cambiar botellas por monedas con las que compran su comida diaria. Está también presente en las palabras que salen de nuestras bocas y se elevan por el aire, junto al humo de los cigarrillos y al aroma del café,  durante las cortas pausas en las que las otras cajeras y yo podemos abandonar nuestros puestos.
 Ayer, en una de esas pausas, mi compañera abatió de un puñetazo a toda la tristeza que se esforzaba  por aferrarse a nosotras, cuando  me hizo notar que el muchacho de ojos de canela viene ahora casi todos los días.
 – ¿Cómo no te das cuenta que él sólo pasa por tu caja?- se reía- aunque la tuya sea la fila más larga, aunque haya otras cajas sin clientes. ¿No viste los cabezazos y los guiños de las otras chicas?
 No los había visto y me ruboricé al imaginarlos.
Ya es casi la hora del cierre. Me duelen la espalda y el cuello de tanto esperar.  No me alejé en ningún momento de mi caja, pasé el día hundida en una expectativa que con el pasar de las horas fue tomando el gusto acre de la desilusión. Ni siquiera el penetrante olor a montaña en otoño, que emanaba de una bolsita de hierbabuena adquirida por  una clienta de último momento, logró consolar mi desasosiego. Busco entre la gente a los ojos de canela con reflejos de sol y sólo encuentro miradas perdidas, ojos cansados bajo la blanca luz de neón.
Comienzo a resumir las cuentas. Cuento el dinero y un suave perfume invade mi mente. En este supermercado no vendemos flores, pienso mientras reconozco el aroma a arena salada mezclado con el perfume de las rosas que aparecieron sobre mi mostrador.
 -¿Puedo invitarte a tomar un café?- preguntan los ojos de canela- Te espero al lado de la salida.
Todos los pajaritos en mi cabeza cantan al mismo tiempo…



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