La luz se puso azul y baña todo de
reflejos dorados, el perfume, las flores, los pájaros revoloteando de un lado a
otro buscando donde anidar. Llegó la
primavera y todo alrededor está vestido de fiesta, también mi calle como pueden
ver en esta foto
Salíamos contentas de una clase exitosa cuando
una de mis compañeras me dejó una hoja en la mano y salió corriendo. –Podés publicarlo
en tu blog – me gritó ya desde la esquina – ¡tiene que ver con la primavera!
Pajaritos
en la cabeza
Pajaritos en la cabeza tiene
esta chica, decía mi mamá cada vez que me pedía hacer un mandado y yo,
distraída, ni la escuchaba. Las alas de esos pajaritos son las que me hacen
volar más allá de los
límites del mostrador frente al que trabajo durante ocho
horas día tras día. Mientras una parte de mí se convierte en un engranaje más de
esta cinta de consumo en la que finaliza el supermercado– pasar el producto por
el lector de códigos, marcar en la caja, cobrar, entregar el recibo – yo me alejo y revoloteo de sensación a asociación,
de asociación a pensamiento y todo lo que me rodea se pone al servicio de mi
secreta libertad.
Las bananas, por ejemplo. Sólo
verlas y ya escucho a Vinicius de Moraes susurrándome su canción al oído mientras
camino balanceándome por la playa de Ipanema. O el olor de los productos
lácteos, que me hace soñar con los bebés
que alguna vez me nacerán y a los que ya voy acunando con un arrorró, mientras
entrego el vuelto. Las cebollas son las más pícaras. Cuando un
cliente coloca una bolsita con cebollas sobre el mostrador, flota en el aire
ese húmedo olor a soledad que siempre tienen en el supermercado. Pero cuando
lleguen a la cocina y una mano amante las libere de sus vestidos, se pondrán de
buen humor y serán capaces de alegrar a cualquier
ensalada aburrida.
También los clientes
disparan mi imaginación. Al altanero marido de la señora que huele a perfume
caro, ésa que ni intenta disimular la
acidez de su carácter, lo uní en un romance apasionado con la apagada clienta
que huele a lejía, a la que nunca le alcanza el dinero para pagar todo lo que
carga en su carrito. A los niños que berrean y patalean para que les compren golosinas, los siento
delicadamente sobre un barrilete y los remonto lo más alto que puedo hacia el
retazo de cielo que atisba desde las vidrieras.
Y está el muchacho que apareció
hace unos días por aquí. Mientras pasaba su compra por la caja - pan, leche,
queso para untar- levanté la vista para comprobar si venía de él ese olor a
arena salada, que me hacía sentir sobre la piel el calor del sol. No me
quedaron dudas, ya que en sus ojos de canela aún se reflejaban los rastros de
violetas y naranjas, que el sol deja en las nubes cuando se despide de ellas
sobre el mar. Le entregué su recibo y cuando se fue me invadió la tristeza por
no haber podido irme con él.
La tristeza aparece muy
seguido por el supermercado. Es la primer clienta del día, cuando llega escoltando
a los ancianos que vienen a cambiar botellas por monedas con las que compran su
comida diaria. Está también presente en las palabras que salen de nuestras
bocas y se elevan por el aire, junto al humo de los cigarrillos y al aroma del
café, durante las cortas pausas en las
que las otras cajeras y yo podemos abandonar nuestros puestos.
Ayer, en una de esas pausas, mi compañera abatió
de un puñetazo a toda la tristeza que se esforzaba por aferrarse a nosotras, cuando me hizo notar que el muchacho de ojos de
canela viene ahora casi todos los días.
– ¿Cómo no te das cuenta que él sólo pasa por
tu caja?- se reía- aunque la tuya sea la fila más larga, aunque haya otras
cajas sin clientes. ¿No viste los cabezazos y los guiños de las otras chicas?
No los había visto y me ruboricé al
imaginarlos.
Ya es casi la hora del
cierre. Me duelen la espalda y el cuello de tanto esperar. No me alejé en ningún momento de mi caja, pasé
el día hundida en una expectativa que con el pasar de las horas fue tomando el
gusto acre de la desilusión. Ni siquiera el penetrante olor a montaña en otoño,
que emanaba de una bolsita de hierbabuena adquirida por una clienta de último momento, logró consolar
mi desasosiego. Busco entre la gente a los ojos de canela con reflejos de sol y
sólo encuentro miradas perdidas, ojos cansados bajo la blanca luz de neón.
Comienzo a resumir las
cuentas. Cuento el dinero y un suave perfume invade mi mente. En este
supermercado no vendemos flores, pienso mientras reconozco el aroma a arena
salada mezclado con el perfume de las rosas que aparecieron sobre mi mostrador.
-¿Puedo invitarte a tomar un café?- preguntan
los ojos de canela- Te espero al lado de la salida.
Todos los pajaritos en mi
cabeza cantan al mismo tiempo…
-
Delicioso Zule.
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