miércoles, 11 de febrero de 2015

Jessica y el mar

-Esta es la tercera tormenta de este invierno que comienza un miércoles. – me comentó una compañera mientras salíamos juntas del gimnasio. El viento nos empujaba con fuerza hacia atrás, empeñado en impedirnos avanzar hacia los coches.
-No llevo la cuenta de las tormentas ni de los días en que comienzan, pero ¿qué te parece si volvemos
a entrar y me contás por qué vos sí lo haces? – su comentario había sido evidentemente una invitación a conversar,  mi actividad favorita. Nunca había hablado con ella más de dos palabras. Era una mujer joven, relativamente nueva en el gimnasio y parecía tímida. Además el fuerte viento y la arena que volaba en el aire me habían provocado ganas de tomar un café caliente en un lugar cerrado. Entramos al pequeño bar que funciona en el gimnasio, nos sentamos al lado del ventanal que da a la playa y con una taza de café entre las manos y la mirada fija en el mar revuelto, esto es lo que me contó:
Desapareció como si se la hubiese tragado la tierra. O el mar, que con semejante tormenta parecía amenazarnos desde la playa. 
 Esa noche, todo venía mal. La tormenta duraba ya dos días y el estacionamiento en el que habitualmente dejo el coche, estaba completamente anegado. Al final logré estacionar sobre la vereda, al lado de la obra en construcción. En la calle no se veía un alma. El Instituto donde dicto mi taller sobre Refuerzo de la Autoestima funciona en una casa de una planta, la última de ese pasaje sin salida que termina en los médanos y el mar. En realidad, nunca se ve a nadie por ahí. Mi curso es siempre el último. Las alumnas llegan a las 16:00 para el curso anterior, y hoy, por la lluvia, ni siquiera estaban afuera las que salen a fumar. Cuando apagué el motor, la oscuridad se hizo total. El viento no me permitió abrir el paraguas. Llegué empapada, guiada por la luz de las ventanas. Como siempre que comienza un curso, también está vez estaba nerviosa y ansiosa por conocer al nuevo grupo de alumnos. Había elegido la ropa con cuidado y traía una presentación en mi pequeña computadora portátil. Es importante hacer buena impresión el primer día. Según la lista que me habían enviado, esta vez eran todas mujeres. En general, a mi curso llegan solo mujeres, la mayoría viene con intención de mejorar su estima personal y de paso  hacer algo que una vez por semana las saque  de la rutina trabajo-casa-chicos, en la que viven.  Al entrar, tratando de arreglarme el pelo mojado y de encontrar donde poner a secar el impermeable, del que goteaba el agua sobre el piso, me encontré con la profesora que salía.- No sé cómo aceptamos venir a trabajar en este lugar. La calefacción no funciona, no trates de encenderla porque hace corto circuito- me saludó con tono enojado- tampoco uses la cafetera eléctrica. La secretaria ya se fue, así que acá la única responsable sos vos. Cuando salgas, cerrá todo bien. ¿Tenés la llave, no? Me muero por un té, que te vaya bien, chau.
-¿Y qué tal el grupo? ¿Las alumnas? - traté de averiguar. No me escuchó, ya había salido. A las siete en punto comencé la clase. Siguiendo el orden de la ronda en la que estaban sentadas, cada una se fue presentando: nombre, profesión, razones que la trajeron a anotarse en el curso. Ahora, sólo unas horas después de lo ocurrido, cierro  los ojos y trato  de acordarme de las caras, las voces, los nombres. Intento unir las caras a los nombres de la lista, de recordar si alguna dijo algo original, diferente de lo que dijeron las demás y que me permita identificarla. No logro recordar a ninguna en particular. Tampoco a Jéssica y a la otra, la que estaba sentaba a su lado. Ante todo, elogié la valentía de las alumnas, que inscribiéndose en mi curso dieron el primer paso en el camino que las llevaría a  mejorarse a sí mismas.  -Ni yo me lo creo- pensé mientras hablaba. Continué explicando acerca del razonamiento positivo y para proyectar  el ejemplo que había incluido en la presentación, pulsé el ratón de la computadora. Se cortó la luz.

 Por suerte los teléfonos celulares sirven también de linternas. Mientras yo ya planeaba dar la clase por terminada y dejar de luchar contra las contrariedades que se iban amontonando como si quisieran advertirme de algo, dos alumnas encontraron el tablero de la electricidad. Después de desconectar todo lo que aún quedaba enchufado, lograron devolver la luz a la clase. La oscuridad había acentuado mi incomodidad por el frio y mi temor irracional a los truenos.  Pero al mirar hacia la clase me di cuenta que la falta de tranquilidad que reinaba entre las alumnas no se debía a la tormenta, estaba pasando algo. - Jessica salió hace más de 15 minutos y no volvió- respondió una de las mujeres a mi pregunta.- A lo mejor debía irse antes de terminar la clase.- No lo creo, se hubiera llevado sus cosas.  Estaba sentada acá, al lado mío. Acá está su carpeta y la lapicera. También la cartera está acá, bajo la silla. Cuando vi que tardaba tanto salí hace un momento a buscarla. Pero no la encontré. - Hagamos una pausa y vemos que pasa – dije caminando hacia la puerta. Varias alumnas salieron conmigo y  teléfono en mano, compitiendo contra el viento y el estruendo de las olas sobre la playa, gritamos: - Jessica, Jessica. Primero buscamos en los autos estacionados, siendo la primera clase, ninguna la conocía, no sabíamos cual era su coche, ni siquiera sabíamos si tenía uno. En ese momento se volvió a cortar la luz en el instituto. Las alumnas que se habían quedado adentro salieron y se unieron a la búsqueda.  Dos caminaron hasta la playa. Volvieron despeinadas y sin noticias. Varias trataron de alumbrar la obra en construcción a través del cerco, tampoco vieron nada. A una de las mujeres le pareció  ver luz en uno de los coches estacionados en lo que había sido un estacionamiento y era ahora un pequeño lago. Me despedí tristemente de mis botas de gamuza y me acerqué al coche estacionado. Estaba vacío, pero un gato saltó desde el capó al techo. Pensé que me desmayaba. Las alumnas que corrieron a ayudarme, también se hundieron hasta las rodillas en al agua.

  Por fin decidimos entrar y dejar de buscar. Mientras las dos que ya sabían cómo hacerlo devolvían la luz a la clase, las demás opinaban acerca de la desaparición de Jessica. Todas hablaban al mismo tiempo. Las especulaciones que alcancé a escuchar iban desde suicidio estilo Alfonsina Storni hasta secuestro y violación. -¡Por favor, silencio! – rogué asustada.  Al fin y al cabo era mi responsabilidad. Yo estaba casi segura que Jessica se había ido  porque mi clase la aburrió y mañana concurriría al instituto para borrarse de mi curso. No me quedaba otra alternativa que llamar a la directora y decirle lo que estaba sucediendo.  Mi futuro en el instituto estaba sellado.
 Busqué el celular. Las mujeres se callaron. De pronto sólo se oía el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Levanté la mirada y me quedé helada, sin poder respirar. Dos agentes de policía estaban parados en la entrada del aula. Seguramente venían a comunicarme que a la pobre Jessica, que sólo había salido de  mi clase porque yo la aburría, la habían atacado.  O peor, la habían asesinado.   -¿Quién es la responsable?- preguntó uno de los policías.
 Di un paso adelante, estaba toda mojada, el pelo pegado a la cara. El  policía miraba el charquito que se iba formando a mis pies y me lanzó una extraña mirada cuando le pregunté temblando si habían encontrado a Jessica. – ¿Quien es Jessica?- me preguntó.  -Es la alumna que salió a hablar por teléfono y desapareció.
 -¿Así que les contó que se llama Jessica?  A ésa todavía no la encontramos. Es a la otra a la que venimos siguiendo desde hace unos días. Cuando ustedes salieron a buscar a la cómplice, ésa a la que ustedes llaman Jessica, la otra cortó la luz y procedió.   Hace un rato la vimos salir de acá corriendo en la oscuridad hacia la playa. Allí la arrestamos. Ya fotografiamos las pruebas, por eso puedo devolverles todo.- Y entregándome una bolsa se dirigió a la clase: - Creo que no falta nada, señoras, aquí están sus billeteras, sus tarjetas de crédito y hasta una pequeña computadora portátil.
 












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